Dejamos Boquete y las montañas y nos fuimos al Valle de Anton. Llegar se convirtió en una odisea, ya que fue necesario tomar varios medios de transporte y se nos hizo de noche. Conseguir un taxi a la hora a la que llegamos a Anton es muy complicado. Estas dificultados pasaron a representar, no obstante, poca cosa frente a lo que nos encontramos minutos después, al llegar al hostal.
Aunque en este hostal (que no nombraré aquí, pero que no reservaré para ninguno de mis clientes) la gente se portó muy amablemente, las condiciones eran horrorosas. Cuando utilizo este término, lo hago a consciencia: Viajo hace años y he tenido que ir a baños públicos en China que dan arcadas y pasar la noche en estaciones de tren de poblados alejados de todo bien. Me abstendré de entrar en detalles, sólo diré que había excrementos de ratas en las camas y cucarachas en los lavamanos.
Al despertar (si es que alguna de nosotros pudo dormir algo), recogimos nuestras cosas y decidimos cambiar de lugar de pernocta, sin importar perder lo ya pagado. Quienes regentaban el lugar se sorprendieron de nuestra actitud e intentaron convencernos de que nos quedáramos más noches con ellos. ¡Nos ofrecían el alquiler de las bicis gratis con tal de que no nos fuéramos! Les dijimos unos cuantos “No” rotundos y nos fuimos, un tanto con la sensación de haber estado en un lugar muy sucio, y otro tanto, divertidas por la actitud de los empleados del lugar, su extrañeza ante nuestra sorpresa, y las ofertas que nos hicieron.
Como declinamos la generosa oferta del primer hostal, tuvimos que pagar la renta de nuestras bicis. Con ellas fuimos a pasear a los alrededores del pueblo, que ofrecen una serie de rutas y paisajes que nos gustaron mucho. En especial, unos árboles cuadrados.
Tengo que decir que nos tranquilizaba saber que las siguientes noches dormiríamos en camas con sábanas limpias.